Por Hna. Fransiska Jenina, SSpS
El encuentro de los neomisioneros, realizado a finales del mes de agosto – 2025, en Asunción, fue para mí una vivencia transformadora, que marcó un antes y un después en mi camino de fe. Fue un tiempo de gracia, como nos lo recuerda constantemente el Espíritu Santo, un Kairós, en el que las palabras dejaron de ser solo palabras y se convirtieron en vivencias, sentimientos y proyectos compartidos.
Recuerdo la primera noche, cuando nos reunimos como misioneros provenientes de distintas partes de Chile, Argentina, Paraguay y Brasil que, a pesar de nuestras diferencias culturales, había algo que nos unía: la misión. Todos compartíamos la misma inquietud, la misma pasión por renovar la transmisión de nuestra fe, pero también la necesidad de encontrar un lenguaje auténtico que tocara nuestro corazón de jóvenes misioneros.
Había, en el ambiente, una sensación de urgencia, pero también de mucha esperanza. Sabíamos que la fe no es solo doctrina, sino vida vivida, y que ese testimonio debía hablar más fuerte que las palabras. Durante el encuentro, los testimonios de los demás misioneros me impactaron profundamente, sobre todo cuando compartieron cómo trabajaban en sus comunidades, enfrentándose a desafíos tan grandes como la pobreza, la falta de oportunidades y las heridas sociales.

Lo que más me tocó fue la cercanía con los pueblos indígenas. Cuando hablamos sobre la pastoral indígena, me sentí como si se abriera ante mí un universo de sabiduría y dolor, de belleza y resistencia. Comprendí que la misión no es solo hablarles de Dios, sino más bien aprender de su visión del mundo, de la naturaleza y de la vida en comunidad. El Buen Vivir, con su equilibrio entre lo material y lo espiritual, resonó en mí de una manera que no puedo describir con palabras.
En cada charla, en cada oración, experimenté una profunda comunión con los demás, un lazo que no venía de compartir ideas, sino de compartir un mismo anhelo: transformar el mundo. Y todo eso enraizado en una espiritualidad trinitaria que nos recordaba que no estamos solos. Así como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno, nosotros, a pesar de nuestras diferencias, estamos llamados a ser una sola familia misionera.

Lo que más me marcó, sin embargo, fue la llamada a ser una Iglesia humilde, cercana y servidora. Las palabras de nuestros guías resonaron como un fuerte eco en mi corazón: “Dejemos atrás las actitudes coloniales y paternalistas. Seamos una Iglesia que camina junto a la gente”. Esta frase me sacudió profundamente, porque me hizo comprender cuántas veces hemos sido parte de un sistema que ha impuesto que acompañado, que ha mirado desde arriba en lugar de caminar al lado.
Al salir de este encuentro, me sentí más decidida a ser una misionera que no solo hable de la fe, sino que la viva, la comparta y, sobre todo, la sirva en los demás.
Este kairós misionero fue, sin duda, un momento de renovación. Me ayudó a reafirmar mi vocación, a sentirme parte de un movimiento global que busca justicia, paz y el cuidado de nuestra casa común. Y lo más hermoso de todo: a comprender que la fe no es un acto solitario, sino un caminar juntos, un acompañarse en la lucha por un mundo mejor.
