Mi viaje como neo misionera de las Hermanas Siervas, ha sido un proceso de profunda transformación integral. Desde el momento en que acepté el llamado a la misión, supe que mi vida cambiaría, no solo por los desafíos que enfrentaría en Paraguay, sino también por la manera en que esos desafíos me harían crecer. La misión no se limita a un trabajo exterior, sino que, en su esencia, es un viaje interior de entrega total, una experiencia que me invita a «nacer de nuevo». En este contexto, este proceso no solo me ha tocado a mí, sino que también va dejando una huella en la comunidad a la que sirvo.
Recuerdo que, al llegar al Paraguay, una de las primeras enseñanzas que recibí fue de la cofundadora de las Hermanas Siervas, María Helena Stollenwerk, quien nos transmitió que la misión es un acto de entrega total: “La misión es un acto de entrega total, un sí incondicional a Dios que nos llama a transformar nuestro ser y a estar dispuestas a vivir cada momento con la misma disposición que Cristo”. Esas palabras resonaron en lo más profundo de mí ser y, con el paso del tiempo, entendí que la misión no sólo se trata de llevar la palabra de Dios a otros, sino de profunda transformación personal en el proceso. Es un sí constante a Dios que implica no sólo salir de nuestra zona de confort, sino también estar dispuestas a amar y servir sin reservas.
San Arnoldo Janssen, nuestro fundador, también nos dejó una enseñanza esencial: «El amor de Dios nos impulsa a llevar la Buena Nueva, sin miedo, con la confianza puesta en que Él nunca nos abandona.» Estas palabras me acompañan todos los días en mi trabajo misionero, recordándome que, aunque los desafíos sean grandes, siempre debo confiar en el amor de Dios, que es el motor que me permite avanzar sin miedo y con esperanza.
Al llegar al Paraguay, me enfrenté a un país lleno de contrastes y desafíos. La riqueza cultural de las comunidades se veía opacada por la pobreza y la falta de acceso a servicios básicos. Como misionera, me inserté en este contexto con el corazón abierto, sabiendo que mi misión era servir, pero también aprender. En Paraguay, las Hermanas Siervas desempeñan un papel vital en la pastoral educativa, las misiones indígenas y el acompañamiento a los más vulnerables. Pero, el camino no ha sido fácil. Desde el principio, me encontré con un choque cultural que puso a prueba mis límites. Las costumbres locales, los rituales, la comida, los horarios de trabajo y, sobre todo, el idioma, fueron barreras que tuve que superar para poder integrar completamente el mensaje de amor que la misión lleva consigo.

Una de las dificultades más grandes fue la barrera del idioma. Aunque el español es ampliamente hablado, el guaraní, una de las lenguas oficiales del Paraguay, está profundamente arraigado en la vida cotidiana. Al principio, el idioma fue una barrera que me dificultaba la comunicación con los locales. Pero, a medida que fui aprendiendo, me di cuenta de que el guaraní no solo es un idioma, sino también una puerta para conectarme de manera más profunda con la cultura y las tradiciones del pueblo paraguayo.
El proceso de «nacer de nuevo» es una parte fundamental de mi vida misionera. Este «nacer de nuevo» no se trata sólo de un cambio espiritual, sino también de una transformación personal. Como misionera, debo dejar atrás muchas de las formas que conocía de vivir la fe y adaptarme a nuevas maneras de servir y de ver el mundo. Recuerdo cómo, al principio, me sentí desbordada por la cantidad de cosas nuevas que debía aprender: el ritmo de vida en la comunidad, las costumbres, los horarios, incluso la comida, que era completamente diferente a lo que estaba acostumbrada. Las comidas a base de maíz, carne, mandioca y otros vegetales, que al principio me resultaron extrañas, se convirtieron con el tiempo en una parte de mi vida cotidiana, como parte de la integración a una cultura distinta.
Una de las mayores lecciones que aprendí fue que la misión no se trata solo de hacer cosas por los demás, sino de vivir con ellos y aprender de ellos. La vida en comunidad me ha enseñado a ser más paciente, humilde y, sobre todo, a ser una mejor escuchadora. A menudo, el proceso de integración no fue fácil, pero a medida que compartía con las familias locales y participaba en sus festividades y actividades cotidianas, comencé a comprender que la misión no es solo un servicio que damos, sino una experiencia compartida que nos transforma a todos.
Las palabras de San José Freinademetz siempre resonaron en mi mente durante ese proceso: «El amor es el idioma que todos entienden.» A pesar de las barreras lingüísticas y culturales, el amor es un puente que conecta a las personas más allá de las diferencias. Esta enseñanza me dio fuerzas para seguir adelante, a pesar de las dificultades que encontraba cada día. Cuando el guaraní era un obstáculo, el amor fue la herramienta que me permitió conectarme con la gente, aunque las palabras fueran escasas.
La misión, para mí es un proceso de aprendizaje constante. Aprender a adaptarme, a ver la vida con ojos nuevos, a poner en práctica lo que Cristo nos enseñó, a vivir de acuerdo a su ejemplo y estilo de vida. He aprendido que no se trata solo de lo que hago, sino de cómo vivo. Cada pequeño gesto, cada acción, es una oportunidad para transmitir el amor incondicional que he recibido de Dios.
Al final, mi misión no ha sido solo transformar a los demás, sino y, ante todo, transformarme a mí misma. Como misionera, no solo llevo el Evangelio, sino que vivo el Evangelio, y es a través de esta vivencia me encuentro más cerca de Dios y de los demás. A través de las experiencias vividas en el Paraguay, he llegado a comprender que la misión es un camino de constante de renovación. Como nos dijo San Arnoldo Janssen: «La misión es el impulso de nuestro corazón, y es la respuesta que damos al amor de Dios.»
Hoy, mi tarea como misionera es ser testigo de este amor de Dios, no solo en palabras, sino en acciones concretas. Y sé que, aunque los desafíos siguen llegando, el amor de Dios es la fuerza que me impulsa a continuar este hermoso servicio misionero. En cada momento, en cada encuentro, hay una oportunidad de «nacer de nuevo» y seguir adelante con esperanza, sabiendo que, aunque la misión sea exigente, el amor de Dios siempre me acompaña.
Por Hna. Francisca Jenina, SSpS